domingo, 25 de julio de 2021

Subasta

 SUBASTA

María Fernanda Ampuero

En algún lado hay gallos.
      Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos, cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.
      Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.
      —Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
      Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita.
      —Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.
      Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
      Le decían a mi papá:
      —Tu hija es una monstrua.
      Y él respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.
      —Más monstruo, vos. Salud.
      El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por eso, antes de quedarme dormida, me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos.
      A veces, papá me despertaba para que tirara a la basura otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y los amigos le decían que para qué mierda tenía a la muchacha, que si era un maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado chorreando sangre. Desde la puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.
      Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial. No hay que ser muy inteligente para saber que este es un sitio clandestino, un lugar refundido quién sabe dónde, y que estoy muy pero que muy jodida.
      Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar largas. Habla en plural. Aquí hay alguien más que yo. Aquí hay más gente de rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta asquerosa tela oscura.
      —A ver, nos vamos tranquilizando, que al primer hijueputa que haga un solo ruido le meto un tiro en la cabeza. Si todos colaboramos, todos salimos de esta noche enteros.
      Siento su panza contra mi cabeza y luego el cañón de la pistola. No, no bromea.
      Una chica llora unos metros a mi derecha. Supongo que no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se escucha una bofetada.
      —A ver, reina. Aquí no me llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya está apurada por irse a saludar a diosito?
      Luego, el gordo de la pistola se aleja un poco. Ha ido a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis malparidos. Dice también muy buena selección, buenísima, la mejor en meses. Recomienda no perdérsela. Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato, de nosotros.
      A mi lado escucho una tos ahogada por la tela, una tos de hombre.
      —He escuchado de esto —dice él, muy bajito—. Pensé que era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los taxistas eligen pasajeros que creen que pueden servir para que den buena plata por ellos y para eso los secuestran. Luego los compradores vienen y pujan por sus preferidos o preferidas. Se los llevan. Se quedan con sus cosas, los obligan a robar, a abrirles sus casas, a darles sus números de tarjeta de crédito. Y a las mujeres. A las mujeres.
      —¿Qué? —le digo.
      Escucha que soy mujer. Se queda callado.
      Lo primero que pensé cuando me subí al taxi esa noche fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré los ojos. Había bebido unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba el hombre por el que tenía que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre finjo, soy buena fingiendo. Pero cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué alivio: voy a casa, a llorar a gritos. Creo que me quedé dormida un momento y, de repente, al abrir los ojos, estaba en una ciudad desconocida. Un polígono. Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir el cerebro: se te acaba de joder la vida.
      El taxista sacó una pistola, me miró a los ojos, dijo con una amabilidad ridícula:
      —Llegamos, señorita.
      Lo que siguió fue rápido. Alguien abrió la puerta antes de que yo pudiera poner el seguro, me echó el trapo sobre la cabeza, me ató las manos y me metió en esa especie de garaje con olor a gallera podrida y me obligó a arrodillarme en una esquina.
      Se escuchan conversaciones. El gordo y alguien más y luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y destapar cervezas. Empieza a oler a maría y alguna otra de esas mierdas con olor picante. El hombre que está a mi lado hace rato que ya no me dice que esté tranquila. Se lo debe estar diciendo a sí mismo.
      Mencionó antes que tenía un bebé de ocho meses y un niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos tipos drogados entrando en la urbanización privada en la que vive. Sí, está pensando en eso. En él saludando al guardia de seguridad como todas las noches desde que su carro está en el taller, mientras esas bestias van atrás, agachados. Él los va a meter en su casa donde está su hermosa mujer, su bebé de ocho meses y su niño de tres. Él los va a meter a su casa.
      Y no hay nada que pueda hacer al respecto.
      Más allá, a la derecha, se escuchan murmullos, una chica que llora, no sé si la misma que ha llorado antes. El gordo dispara y todos nos tiramos al suelo como podemos. No nos ha disparado, ha disparado. Da igual, el terror nos ha cortado en dos mitades. Se escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se acercan, nos mueven al centro de la sala.
      —Bueno, señores, señoras, queda abierta la subasta de esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me van a poner aquí. Más acá, mi reina. Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así me gusta. Para que estos caballeros elijan a cuál de ustedes se van a llevar. Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata se lleva la mejor prenda. Las armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta, yo se las guardo. Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.
      El gordo nos va presentando como si dirigiera el programa de televisión más repugnante del mundo. No podemos verlos, pero sabemos que hay ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.
      —Daaaaaaamas y caballeeeeeeros.
      Al gordo no le gustan los que lloriquean ni los que dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada no sabes con quién te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con que se va a pudrir en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido puñetazos en la barriga. He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas tan mujercita, son galleros, carajo.
      —Este señor, ¿cómo se llama nuestro primer participante? ¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo, bienvenidooooo, lleva un reloj de marca y unos zapatos Adidas de los bueeeenos. Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa. A ver la cartera de Ricardo. Tarjetas de crédito, ohhhhhh Visa Goooooold de Messi.
      El gordo hace chistes malos.
      Empiezan a pujar por Ricardo. Uno ofrece trescientos, otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en una urbanización privada en las afueras de la ciudad: Vistas del Río.
      —Allá donde no podemos ni asomarnos los pobres. Allá vive el amigo Riqui. Sí le puedo decir Riqui, ¿no? Como Riqui Ricón.
      Una voz aterradora dice cinco mil. La voz aterradora se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.
      —¡Adjudicado al caballero de bigote por cinco mil!
      A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven. Veintipocos. Podría ser enfermera o educadora. A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con las lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos.
      —Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiga Nancy.
      Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato que la plata.
      —Y el afortunado que se lleva este culito rico es el caballero del anillo de oro y el crucifijo.
      Nos van vendiendo uno a uno. Al chico que estaba a mi lado, al del bebé de ocho meses y el niño de tres, el gordo ha logrado sacarle toda la información posible y ahora es un pez gordísimo para la subasta: plata en diferentes cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario, obras de arte, hijos, mujer. El tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán y pedirán un rescate. La puja empieza en cinco mil. Sube hasta diez, quince mil. Se para en veinte. Alguien con quien nadie se quiere meter ha ofrecido los veinte. Una voz nueva. Ha venido sólo para esto. No estaba para perder tiempo en pendejadas.
      El gordo no hace ningún comentario.
      Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de un muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. Sé que el gordo está a punto de dispararme.
      En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír, a reír, a reír.
      El gordo no sabe qué hacer.
      —¿Cuánto dan por este monstruo?
      Nadie quiere dar nada.
      El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo es barato, chino. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.
      —¿Quince, veinte?
      Pero nada, nadie.
      Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego, mojada, me suben a un carro que me deja, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral.SUBASTA

María Fernanda Ampuero

En algún lado hay gallos.
      Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos, cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.
      Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.
      —Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
      Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita.
      —Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.
      Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
      Le decían a mi papá:
      —Tu hija es una monstrua.
      Y él respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.
      —Más monstruo, vos. Salud.
      El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por eso, antes de quedarme dormida, me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos.
      A veces, papá me despertaba para que tirara a la basura otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y los amigos le decían que para qué mierda tenía a la muchacha, que si era un maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado chorreando sangre. Desde la puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.
      Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial. No hay que ser muy inteligente para saber que este es un sitio clandestino, un lugar refundido quién sabe dónde, y que estoy muy pero que muy jodida.
      Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar largas. Habla en plural. Aquí hay alguien más que yo. Aquí hay más gente de rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta asquerosa tela oscura.
      —A ver, nos vamos tranquilizando, que al primer hijueputa que haga un solo ruido le meto un tiro en la cabeza. Si todos colaboramos, todos salimos de esta noche enteros.
      Siento su panza contra mi cabeza y luego el cañón de la pistola. No, no bromea.
      Una chica llora unos metros a mi derecha. Supongo que no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se escucha una bofetada.
      —A ver, reina. Aquí no me llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya está apurada por irse a saludar a diosito?
      Luego, el gordo de la pistola se aleja un poco. Ha ido a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis malparidos. Dice también muy buena selección, buenísima, la mejor en meses. Recomienda no perdérsela. Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato, de nosotros.
      A mi lado escucho una tos ahogada por la tela, una tos de hombre.
      —He escuchado de esto —dice él, muy bajito—. Pensé que era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los taxistas eligen pasajeros que creen que pueden servir para que den buena plata por ellos y para eso los secuestran. Luego los compradores vienen y pujan por sus preferidos o preferidas. Se los llevan. Se quedan con sus cosas, los obligan a robar, a abrirles sus casas, a darles sus números de tarjeta de crédito. Y a las mujeres. A las mujeres.
      —¿Qué? —le digo.
      Escucha que soy mujer. Se queda callado.
      Lo primero que pensé cuando me subí al taxi esa noche fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré los ojos. Había bebido unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba el hombre por el que tenía que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre finjo, soy buena fingiendo. Pero cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué alivio: voy a casa, a llorar a gritos. Creo que me quedé dormida un momento y, de repente, al abrir los ojos, estaba en una ciudad desconocida. Un polígono. Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir el cerebro: se te acaba de joder la vida.
      El taxista sacó una pistola, me miró a los ojos, dijo con una amabilidad ridícula:
      —Llegamos, señorita.
      Lo que siguió fue rápido. Alguien abrió la puerta antes de que yo pudiera poner el seguro, me echó el trapo sobre la cabeza, me ató las manos y me metió en esa especie de garaje con olor a gallera podrida y me obligó a arrodillarme en una esquina.
      Se escuchan conversaciones. El gordo y alguien más y luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y destapar cervezas. Empieza a oler a maría y alguna otra de esas mierdas con olor picante. El hombre que está a mi lado hace rato que ya no me dice que esté tranquila. Se lo debe estar diciendo a sí mismo.
      Mencionó antes que tenía un bebé de ocho meses y un niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos tipos drogados entrando en la urbanización privada en la que vive. Sí, está pensando en eso. En él saludando al guardia de seguridad como todas las noches desde que su carro está en el taller, mientras esas bestias van atrás, agachados. Él los va a meter en su casa donde está su hermosa mujer, su bebé de ocho meses y su niño de tres. Él los va a meter a su casa.
      Y no hay nada que pueda hacer al respecto.
      Más allá, a la derecha, se escuchan murmullos, una chica que llora, no sé si la misma que ha llorado antes. El gordo dispara y todos nos tiramos al suelo como podemos. No nos ha disparado, ha disparado. Da igual, el terror nos ha cortado en dos mitades. Se escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se acercan, nos mueven al centro de la sala.
      —Bueno, señores, señoras, queda abierta la subasta de esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me van a poner aquí. Más acá, mi reina. Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así me gusta. Para que estos caballeros elijan a cuál de ustedes se van a llevar. Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata se lleva la mejor prenda. Las armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta, yo se las guardo. Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.
      El gordo nos va presentando como si dirigiera el programa de televisión más repugnante del mundo. No podemos verlos, pero sabemos que hay ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.
      —Daaaaaaamas y caballeeeeeeros.
      Al gordo no le gustan los que lloriquean ni los que dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada no sabes con quién te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con que se va a pudrir en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido puñetazos en la barriga. He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas tan mujercita, son galleros, carajo.
      —Este señor, ¿cómo se llama nuestro primer participante? ¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo, bienvenidooooo, lleva un reloj de marca y unos zapatos Adidas de los bueeeenos. Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa. A ver la cartera de Ricardo. Tarjetas de crédito, ohhhhhh Visa Goooooold de Messi.
      El gordo hace chistes malos.
      Empiezan a pujar por Ricardo. Uno ofrece trescientos, otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en una urbanización privada en las afueras de la ciudad: Vistas del Río.
      —Allá donde no podemos ni asomarnos los pobres. Allá vive el amigo Riqui. Sí le puedo decir Riqui, ¿no? Como Riqui Ricón.
      Una voz aterradora dice cinco mil. La voz aterradora se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.
      —¡Adjudicado al caballero de bigote por cinco mil!
      A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven. Veintipocos. Podría ser enfermera o educadora. A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con las lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos.
      —Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiga Nancy.
      Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato que la plata.
      —Y el afortunado que se lleva este culito rico es el caballero del anillo de oro y el crucifijo.
      Nos van vendiendo uno a uno. Al chico que estaba a mi lado, al del bebé de ocho meses y el niño de tres, el gordo ha logrado sacarle toda la información posible y ahora es un pez gordísimo para la subasta: plata en diferentes cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario, obras de arte, hijos, mujer. El tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán y pedirán un rescate. La puja empieza en cinco mil. Sube hasta diez, quince mil. Se para en veinte. Alguien con quien nadie se quiere meter ha ofrecido los veinte. Una voz nueva. Ha venido sólo para esto. No estaba para perder tiempo en pendejadas.
      El gordo no hace ningún comentario.
      Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de un muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. Sé que el gordo está a punto de dispararme.
      En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír, a reír, a reír.
      El gordo no sabe qué hacer.
      —¿Cuánto dan por este monstruo?
      Nadie quiere dar nada.
      El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo es barato, chino. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.
      —¿Quince, veinte?
      Pero nada, nadie.
      Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego, mojada, me suben a un carro que me deja, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral.


lunes, 12 de abril de 2021

¡Cuál te adoro! ..... Carolina Coronado

 

¡Oh, cuál te adoro! con la luz del día
tu nombre invoco apasionada y triste,
y cuando el cielo en sombras se reviste
aun te llama exaltada el alma mía.

Tú eres el tiempo que mis horas guía,
tú eres la idea que a mi mente asiste,
porque en ti se concentra cuanto existe,
mi pasión, mi esperanza, mi poesía.

No hay canto que igualar pueda a tu acento
cuando tu amor me cuentas y deliras
revelando la fe de tu contento;

Tiemblo a tu voz y tiemblo si me miras,
y quisiera exhalar mi último aliento
abrasada en el aire que respiras.


1845

sábado, 23 de enero de 2021

Esquizofrenia

 

                                               Poema de Laura Sam

Acostumbrarse a la pequeña muerte del paso de cebra

pararse en verde habituado al rojo

la realidad no se reduce a líneas blancas sobre asfalto

sino al ojo

que sabe distinguirlas de lo oscuro.

Cruzo    hago fila de farmacia

consumo cápsulas que demuestran su eficacia

lo dice la publicidad

SACIE SU ANSIEDAD SOCIAL

comprar ánimo es legal

si usted tiene el alma sucia    ¿verdad?

Nada que no arreglen diez miligramos de diazepan

el psiquiatra prepara mis dosis    extiende recetas

la dieta de pastilla con pastilla domestica mi neurosis

reduce mis crisis nerviosas    aumenta mis náuseas

me dicen ya eres normal 

y con un mililitro de Risperdal aplaco la psicosis

pierdo materia gris

pero aún sé

distinguir el arcoiris.

Diagnosticado a los veinte

muerto a los dieciséis

esquizofrénico paranoide

así es como vosotros me llamaréis

un nombre para todos los trastornos emocionales

y multinacionales avalando investigaciones

que crean medicación para tales enfermedades

y después

usted tiene una discapacidad del sesenta y cinco por ciento

eso

eso es sinónimo de límites que acotan cárceles

rejas que visten de traje oficial

el destino de este pobre animal

conejillo de indias de los putos psiquiatras

sus máscaras

industria farmacéutica

toda esa mierda

convirtiéndome en carne de psiquiátrico.

Pero hay algo que no puede doler

hay algo más allá de este cielo ámbar que no debe doler

y es la vida temblar de verme amar la vida hasta el desangre

palpitar sincronizada con el tiempo de mi cuenta atrás

sin saber si a alguien le importará

qué hueco dejo cuando me arrastre

su silueta de luz perdida en ruinas de bancal de nadie

hay algo

que hace mías sus cadenas

pero no puedo

hacer eslabón del reloj

ni sucumbir a la condena del tiempo

que ser aire que levanta fuego y amontona marea

es lo que quiero

y tú

entiérrame en tu vuelo si has de hacerlo

pero no hagas míos los insomnios

para soñarte en vilo y esperarte con el filo del ojo abierto

que    yo    quiero    ser    viento.

Hay algo que no debe doler.

Y es la vida acojonándose

de verme correr hacia su entraña

arrastrando en la memoria

el perfil de todas las montañas que corono

arrastrando su mentira de asegurarme el mañana para robarme el hoy

ser un animal domesticable    vivir encogiéndome

hasta dejar de ser quien soy

hay algo

más allá de lo bello

y no se puede etiquetar con un sello

no se llama esquizofrenia

la enfermedad se llama miedo

los locos son los cuerdos

y quiénes los cuerdos

quiénes

si no ellos.




Relocos y recuerdos: Una cien veces.

Relocos y recuerdos: Una cien veces.: Hay mujeres que son estaciones de (d)año, tormentas torrenciales en agosto y estufa en un diciembre lleno de abandonos. Hay mujeres qu...

viernes, 22 de enero de 2021

Llaves

 

LLAVES DE GLAFIRA ROCHA

Tomó aire, no pudo salir, doble llave, ¿dónde las había dejado?, regresar al cuarto, ver a la esposa sobre la cama, arrugar la carta y tirarla al piso, ¿y las llaves?, lugares comunes, manojo de llaves, llavero torre eiffel, encima de la mesita, sobre la televisión, tal vez dentro del clóset, probablemente en el librero, cerca de la lámpara, detrás del sillón, encima de la taza del baño, en la regadera, seguramente en el cajón donde están los calcetines, un momento de reflexión, tres pasos a la inversa, dos a la derecha, no, debajo de la cama, quizás en la cocina, sobre la estufa, dentro del refrigerador, entre las sillas, el microondas, en el horno, detrás de los cuadros, en la gaveta de los platos, en los vasos de cristal cortado, dentro del baúl de la sala, sillones, cojines españoles, detrás de la plantita, en alguno de los libros, el quijote, niebla, biología de las pasiones, último round, larousse, maya, diálogos, de fusilamientos, sección amarilla, records guinness, el cuarto de lavado, la secadora, un bote de shampoo para ropa, nada, el espejo, la medicina, el perfume, el anillo que ella perdió, el jabón, la pasta de dientes, un cepillo con barnie, los patitos en la tina, el cuarto de los niños, los dibujos, un zapato, los cuadernos, las tablas de multiplicar, el ábaco, el pizarrón, las tacitas de té, el cajón de los pañales, el cajón de los calzones, el cajón de los juguetes, la muñeca fea, barbie malibú, ken divorciado, barbie embarazada, un niño de diez años en el piso, hot wheels en su pequeña mano, un pequeño pie amoratado, un pequeño dedo, una pequeña pierna, un pequeño brazo, una pequeña cabeza, un charquito de sangre, el timbre, ding dong, el orificio, nadie, no hay tiempo, las llaves, la recámara, la cajonera de la esposa, ropa interior, el brasier, las medias, las tangas, la pijama, las blusas, un suéter, recoger la carta y releerla, esa letra extraña, tres años, un te amo, un estúpido, una esposa muerta en la cama, su brazo, cabeza, cabello teñido, pestañas rizadas, los labios pintados, ojos que ya no ven, de nuevo el timbre, la puerta, el ojo, el dueño de la carta, las llaves, el baño, la regadera, la tina, los patitos con sangre de la niña, la niña en la tina, el bracito torcido, los ojitos cerrados, el cuellito roto, el timbre, el timbre, el ojo en la puerta, el extraño de la carta, el extraño trae las llaves torre eiffel, un golpe, tres años, la cabeza contra la pared, nunca darse cuenta, líquido viscoso dentro de los ojos, la ceguera, una patada, costillas fracturadas, una silla estrellada en el cráneo, un marido muerto, un extraño que cierra con doble llave antes de salir.

martes, 19 de enero de 2021

Destino

 Matamos lo que amamos. Lo demás

no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

¡Ah! pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo de un tigre.
El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve
– antes que lo devoren – ( cómplice, fascinado )
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.

Rosario Castellanos